jueves, 10 de diciembre de 2009

Dualidad de duda

La lógica lo estimulaba de manera impensada.
Siempre fue devoto de lo fáctico.
Encontraba un delicioso placer en aquellos tubos de ensayo.
Febril amante de lo exacto.
Su guardapolvo ya sin botones dejaba en ridícula evidencia su grotesco sentido de la moda.
Calculaba hasta lo inimaginable.
Solía pasarse días desafiando sus propias teorías.
El tabique de su nariz , profundamente acanalado, descansaba de sus pesados lentes sólo en contadas ocasiones.
Admirado por estudiantes y envidiado por sus colegas.
Era un tipo desproporcionadamente seguro en el mundo profesional.
No así en su penosa vida privada.
Decidir entre un vascolet o un té de boldo podía llevarle horas.
Elegir entre las exigentes escaleras o un aventón en ascensor le provocaba una incertidumbre escabrosa.
Lo endemoniaba debatirse entre cortarse las uñas de los pies con una afilada tijera o un pequeño alicate...cabe destacar que con las de las manos no tenía mayores inconvenientes ya que solía comérselas.
¡¿Y cuándo iba al cine?!...
Cuando iba al cine releía la nutrida cartelera cinematográfica sin poder resolver jamás que filme mirar.
Si no lograba que el joven de boletería decida por él regresaba frustrado y contemplaba una vez más la colorida señal de ajuste...sabrán comprender que nunca pudo decidirse por una empresa de cable.
Para comprar un obsequio era tal la vacilación previa que prefirió ausentarse de manera permanente de cualquier festividad que demandara la elección de un regalo.
Lo mismo sucedió con sus vacaciones. Se planteaba de manera exasperante la estadía en la montaña o en la playa. Como ninguna vez pudo definirse cada verano transcurría igual que siempre: en su departamento.
De este modo, no pudo más que cavilar seriamente sobre el aborrecible asunto.
Pensó, razonó, examinó, cotejó.
Debía encontrar el modo de escoger con inmediatez.
Apenas si conocía lo que ése término significaba.
Volvió a cotejar, examinar, razonar y pensar.
Definitivamente tuvo una revelación.
¡Definitivamente la tuvo!
Cansado de ser hombre de ciencia optó por la perinola.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Mi pequeño amigo charolado

Era el niño con menos talento que jamás había conocido.
Ni siquiera sabía atarse los cordones. Eso lo avergonzaba.
Realmente sí que lo avergonzaba aunque, el muy maquiavélico, evitaba admitirlo.
Es así como se explica que usara esos ridículos y denigrantes mocasines de charol.
Su caminar obsequiaba una melodía extremadamente peculiar.
Les sacaba lustre de manera obsesiva.
Más de una vez se negó a jugar con nosotros. ¿Y todo para qué?. Para no malograrlos.
Recuerdo que tenía tres pares de mocasines de charol.
Los negros clásicos. Él hacía orgullosa gala de estos zapatos.
Se creía y, lo que es peor, se autodefinía como un amante del buen calzar.
Teníamos doce pirulos, el muy goma nos hablaba de moda y avant garde.
El otro par de sus relucientes zapatos era color marrón. Esos no le agradaban tanto. Sólo los usaba para jugar con nosotros en la calle.
El tercer y último par era el que él llamaba: distinguido y personal.
Eran de un color indescriptiblemente caqui. Esos sólo los utilizaba para festividades o agasajos especiales.
Debo admitir que en ciertas ocasiones quise probármelos.
¿Pero cómo hacerlo sin que él lo notara?, mejor dicho, ¿cómo hacerlo sin que nadie lo notara?.
Entonces tuve una idea tan o más brillante que esos mocasines.
No podía intentarlo en el hogar de mi pequeño amigo charolado.
De ninguna manera iba a arriesgar mi honorable pellejo intentando calzarme esos adefesios brillosos en presencia de él o de algún miembro de su familia o lo que es aún peor, frente a un integrante de nuestra barra de amigos.
Tomé todas las precauciones posibles.
Recuerdo que me llevó varios días planearlo todo.
Había llegado el tan ansiado momento.
Sin dubitar ingresé al lúgubre negocio llamado “El Palacio del Charol”.
Me ubiqué de espaldas a la vidriera.
Pedí unos mocasines de mi número.
La ineficiente vendedora me preguntó el color. Sin pestañar y con certeza susurré: "caqui".
Ahí estaban.
Mientras me sacaba las zapatillas no podía creer que fuera todo irrisoriamente tan sencillo.
Sí señor, me calcé los mocasines de charol.
Mi capricho había sido victoriosamente cumplido.
Caminé sobre la alfombra mirándome al espejo.
Espejo que me devolvió la imagen escalofriantemente burlesca de mi amigo charolado.
Me di vuelta y ahí estaba.
Un vahído invadió las extremidades de mi cuerpo.
Sólo escuche estas desafiantes palabras: ¡¡¡ a que se lo digo a los pibes!!!, para luego verlo correr con sus mocasines de charol marrón fuera del local.
Tenía que detenerlo y darle su merecido.
Así como no dubité al entrar al comercio tampoco lo hice al salir, frente a la mirada atónita de la empleada, corrí, corrí y corrí calzando esos malditos zapatos de charol color caqui.